Un día antes de ser apresado por las tropas de Hernán Cortes, el último monarca del imperio mexica dio un mensaje a su pueblo: “Nuestro sol se ocultó, pero sabemos que otra vez volverá”. El alegato de Cuauhtémoc era una defensa metafórica de la memoria de una civilización devastada por la guerra, el hambre y la viruela. El sol representaba para los mexicas tanto la creación como la destrucción del mundo. La síntesis de esa concepción circular y mítica del tiempo es la Piedra de Sol, un enorme monolito de 24 toneladas tallado sobre una piedra volcánica en forma de rueda. A la vez, el calendario azteca es seguramente la pieza que mejor encarna el violento devenir de la memoria de su civilización. Más informaciónFue colocada a un costado de la catedral, luego enterrada bajo tierra por los curas españoles, tiroteada por los soldados estadounidenses durante la invasión del siglo XIX, hasta que finalmente se rescató en los años sesenta para convertirse en una de las joyas de un nuevo recinto que prometía, por fin, conservar las colecciones arqueológicas y etnográficas más importantes de México. Así nació el Museo Nacional de Antropología de la capital, que por su ambicioso diseño, sus dimensiones colosales, su simbolismo y, sobre todo, la riqueza de su colección es uno de los grandes museos de América y del mundo. Y así lo ha reconocido el jurado del Premio Princesa de Asturias de la Concordia 2025, que se entrega este viernes: “Concebido como espacio de reflexión sobre la herencia indígena de la nación mexicana, está considerado un referente global en el estudio de la humanidad”. Octavio Paz decía que era lo más parecido a un templo, porque tiene dos alas y al fondo, como en un altar, la Piedra de Sol. “Entrar al Museo de Antropología es penetrar en una arquitectura hecha de la materia solemne del mito”, dijo también el Nobel mexicano. Una vista aérea del recinto da la medida de sus gigantescas dimensiones. Integrado dentro del Bosque de Chapultepec, una de las zonas verdes más grandes del mundo, tiene el tamaño de 10 campos de fútbol. Sus 22 salas, que albergan piezas arqueológicas —7.761 en exhibición— y etnográficas —otros 5,765 objetos—, están dispuestas alrededor de un patio central de influencia maya. El patio está dividido en dos zonas. El llamado paraguas, una imponente columna de bronce que soporta una de las cubiertas colgantes más grandes del mundo. Y otra zona dominada por un estanque, otro guiño al pasado lacustre de la capital del imperio mexica, la Gran Tenochtitlan, actual Ciudad de México. El edificio, diseñado por Pedro Ramírez Vázquez, uno de los referentes de la arquitectura moderna mexicana, está pensado para que cualquier visitante se sienta irremediablemente pequeño, absorbido por un pasado que regresa en una monumental estructura simétrica de piedra, casi brutalista, que evoca los antiguos espacios ceremoniales precolombinos. “Indigenismo y modernismo”, como lo ha llamado el antropólogo Claudio Lomnitz. La museografía también tiene un toque propio. El actual director del museo, Antonio Savorit, recordaba en una entrevista reciente que el día de su inauguración, el 17 de septiembre de 1964, la comitiva internacional de arqueólogos, antropólogos e historiadores quedaron impresionados, “fueron víctimas de la magia”. Salas amplias con espacios tenebrosos que jugaban con una iluminación que le daba “un toque dramático a la pieza”. Interior del Museo Nacional de Antropología, en julio de 2025.Andrea Murcia Monsivais (CUARTOSCURO)Así está recreado el sarcófago de Pakal, el gran gobernante maya. Esculpido en la lápida, el monarca vuelve desde el inframundo como una semilla de maíz que brota de la tierra en forma de mazorca. O las cabezas olmecas gigantes, de unas 15 toneladas, consideradas una de las piezas clave de la cultura madre mesoamericana, la más antigua, con asentamientos registrados 3.000 años antes de Cristo en la zona cercana a Veracruz. O la reconstrucción de la fachada frontal de un templo teotihuacano, la misteriosa civilización antecesora de los mexicas. En concreto, la pirámide de Quetzalcoatl, la serpiente emplumada, un mito hecho de mitos, una figura que recorre todas las épocas y que encarna la fusión panteísta del cielo (el pájaro quetzal) y la tierra (la serpiente). “Es una celebración del México indígena que interpela a su vez al pasado y al presente”, apunta Leonardo López Luján, director del proyecto arqueológico del Templo Mayor, el corazón de la vida religiosa mexica. Luján, uno de los mayores expertos mexicanos, subraya las dos facetas del museo. En la planta baja, la zona arqueológica, el pasado. La primera está dedicada a la antropología, al estudio de los pueblos indígenas en la actualidad. “Algunos críticos opinan que sería mejor desgajar las dos áreas, crear dos museos, uno para arqueología y otro para antropología”, añade el experto. La historia del museo está de hecho marcada por esa especie de depuración. Tras la independencia, a principios del siglo XIX, los primeros gobiernos mexicanos buscaron cimentar la identidad común de la nueva nación mirando también a su legado prehispánico. Para 1825 ya había nacido el Museo Nacional Mexicano, el primero del país, un cajón de sastre donde igual cabía la arqueología, la biología, la geografía o la historia. Con los años, cada especialidad se fue desgajando en un museo propio, hasta la fundación del Museo Nacional de Antropología.

Un paseo por el Museo Nacional de Antropología, la celebración del México indígena coronada con el Premio Princesa de Asturias
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