Este año se cumple un siglo desde que la física descubrió que, en el corazón de la materia, la realidad ya no obedecía las leyes del sentido común. En las escalas diminutas de los átomos y las moléculas, el mundo reveló una lógica distinta, más sutil y ambigua, que desbordaba los moldes trazados por Galileo y Newton. La teoría cuántica es célebre por sus paradojas: las partículas pueden comportarse también como ondas, pueden existir simultáneamente en varios estados —incluso mutuamente contradictorios—, y pueden entrelazarse de tal modo que sus propiedades correlacionadas, sin importar la distancia que las separe.Física del mundo cuánticoEl Premio Nobel de Física de este año ha sido concedido a tres científicos —John Clarke, Michel H. Devoret y John M. Martinis— por haber llevado uno de los fenómenos más extraños del mundo cuántico, el efecto túnel, a la escala humana. El túnel cuántico ocurre cuando una partícula atraviesa directamente una barrera que, según la física clásica, sería infranqueable. Es como lanzar una pelota contra una pared y verla aparecer intacta al otro lado, sin que la pared sufra el menor daño. Este fenómeno, que está en la base del funcionamiento de los transistores —los diminutos mecanismos que hacen posible los algoritmos de la inteligencia artificial—, suele desvanecerse en sistemas más grandes. Por eso no vemos personas atravesando paredes en la vida cotidiana.Sin embargo, en una serie de experimentos realizados en la Universidad de California, Berkeley, entre 1984 y 1985, Clarke, Devoret y Martinis demostraron que el efecto podía manifestarse a escalas mayores. Los tres investigadores diseñaron circuitos electrónicos basados en superconductores, materiales capaces de conducir la corriente eléctrica sin resistencia. Sus dispositivos, chips que cabían en la palma de la mano, contenían componentes superconductores separados por una delgada capa aislante: una configuración conocida como unión Josephson, en honor al físico Brian Josephson, que la había propuesto en 1962.Mediante una medición exhaustiva de las propiedades de estos circuitos, Clarke, Devoret y Martinis demostraron que los electrones en el sistema se comportaban como si fuesen una sola entidad cuántica, atravesando colectivamente la barrera y llenando todo el circuito.Al emplear la superconductividad —otra de las propiedades más sorprendentes descubiertas por la física moderna—, estos científicos mostraron cómo, bajo ciertas condiciones, la naturaleza puede romper de nuevo las reglas del sentido común y dar lugar a propiedades emergentes imposibles de explicar con una lógica simple y reduccionista de causa y efecto lineal, sino que solo tienen explicación cuando se tienen en cuenta los efectos colectivos de millones de átomos. Con estos descubrimientos, la física empezó a domesticar las rarezas del mundo cuántico y a convertirlas en herramientas tecnológicas, pero para ello usaba propiedades que seguían la nueva lógica de la emergencia, de lo colectivo. Aquello sentó las bases de los actuales avances en computación cuántica. No por casualidad, tanto Devoret como Martinis han trabajado en los proyectos de ordenadores cuánticos de Google, cuyos chips cuánticos se basan en sus descubrimientos. Google presume de contar con cinco premios Nobel entre sus colaboradores y empleados —incluidos tres en los dos últimos años— junto a figuras como Demis Hassabis, John Jumper y Geoffrey Hinton. Química para reinventar el espacioPor su parte, el Premio Nobel de Química ha sido otorgado a tres científicos que también se atrevieron a desafiar el reduccionismo con una imaginación capaz de reinventar el espacio mismo a escala atómica: Susumu Kitagawa, Richard Robson y Omar M. Yaghi. Su logro consiste en haber diseñado materiales extraordinarios, llenos de diminutos agujeros —nanoporos—, que funcionan como esponjas moleculares.Estos materiales, conocidos como estructuras metal-orgánicas (metal–organic frameworks, o MOFs), han abierto una nueva frontera entre la química, la física y la ingeniería de materiales. Son redes cristalinas formadas al enlazar iones metálicos con moléculas orgánicas (basadas en carbono), que se repiten en el espacio creando estructuras semejantes a jaulas. Cada una de esas jaulas contiene un pequeño vacío, un poro perfectamente definido, capaz de albergar otras moléculas o de dejar pasar selectivamente determinadas sustancias. El resultado es un material cuya porosidad puede diseñarse casi a medida: nanocavidades que funcionan como trampas, filtros o catalizadores. Los MOFs ya se encuentran en ensayos clínicos para mejorar los tratamientos de radioterapia en cáncer; se comercializan para capturar dióxido de carbono de procesos industriales como la producción de cemento o para facilitar la generación de hidrógeno; y se investigan como sistemas para extraer agua del aire en regiones áridas, depurar aguas residuales, eliminar contaminantes o dosificar fármacos de manera dirigida dentro del cuerpo.Este Nobel tiene además un eco profundo en el mundo actual. Uno de los premiados, Omar Yaghi, ha ocupado titulares también por su historia personal, que resuena con las tragedias y desplazamientos humanos del presente. Nacido y criado en un campo de refugiados palestinos en Ammán, la capital de Jordania, Yaghi emigró a Estados Unidos a los quince años.“Crecí en un hogar muy humilde”, recuerda Yaghi. “Éramos decenas de personas en una sola habitación, que compartíamos con el ganado que criábamos. Nací en una familia de refugiados y mis padres apenas sabían leer o escribir… Ha sido, por tanto, un largo viaje, y la ciencia es lo que lo ha hecho posible. La ciencia es la mayor fuerza igualadora del mundo”.Medicina de la vigilancia inmuneFinalmente, el Premio Nobel de Fisiología o Medicina de 2025 ha sido concedido a Mary E. Brunkow, Fred Ramsdell y Shimon Sakaguchi, tres científicos que realizaron descubrimientos fundamentales sobre un mecanismo esencial para la vida: la tolerancia inmunitaria periférica, el sistema que actúa como freno del sistema inmune e impide que este se vuelva contra el propio cuerpo.También ellos, desafiaron la lógica simplista y lineal con una idea contraintuitiva: para que el sistema inmunitario funcione correctamente no basta con que reconozca y destruya las células o los patógenos peligrosos. Es necesario, además, que existan células encargadas de vigilar que las propias defensas no se equivoquen; una suerte de policía de la policía que mantenga el orden dentro del ejército inmunitario.Gracias a sus hallazgos, comprendemos hoy que el sistema inmunitario no es solo una máquina de defensa, sino una comunidad dinámica de vigilancia, contención y equilibrio. Y en ese delicado pacto entre destrucción y autocontrol se revela una lección que trasciende la biología: incluso en los sistemas más poderosos, la supervivencia depende de la capacidad de limitar la propia fuerza.Cabe destacar también el perfil de Mary Brunkow —la única mujer galardonada con un Nobel de ciencias en 2025 —que contrasta mucho con el modelo del investigador que acumula publicaciones, y cargos: cuenta con apenas 34 artículos publicados, lo que no ha sido obstáculo para su magnífico éxito científico.En campos distintos, los Nobel de este año celebran una misma intuición: que la realidad, ya sea cuántica, molecular o biológica, no se rige por líneas rectas ni respuestas simples. Que la ciencia no avanza por acumulación, sino por imaginación. Frente a un mundo que tiende a simplificar lo complejo, a reducir la vida a métricas, algoritmos o jerarquías, estos descubrimientos nos recuerdan que el conocimiento verdadero nace de la creatividad, de las grietas del conocimiento y de la cooperación. En una época marcada por la fragmentación, la guerra y la obsesión por el rendimiento, estos premios apuntan hacia otra forma de esperanza: una ciencia guiada por el optimismo creativo y el bien común, que mire más allá del cálculo y se atreva a imaginar un mundo compartido. Porque, como nos reveló, la hoy tan vigente Hannah Arendt, solo cuando pensamos y actuamos con los demás, la inteligencia se convierte en humanidad.Sonia Contera es catedrática de Física en la Universidad de Oxford y autora del libro Seis problemas que la ciencia no puede resolver, que saldrá publicado por Arpa el próximo 12 de noviembre.

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