Se imagina la situación, Katy Perry ideando un espectáculo para renovar una popularidad que en sus últimos años se muestra más esquiva que hace una década. En los grandes almacenes donde venden aparataje para pasmar multitudes ella, probablemente junto a alguien a quien encanta el Cirque du Soleil, adquiriendo insectos voladores que pudiese cabalgar, sistemas para suspenderla por encima de la cabeza de sus bailarines, bolas para que estos hagan a su vez equilibrios sobre el escenario, fuego, luces a tutiplén y un vestuario escogido por su impacto visual, relativo ya que en este apartado no cabe mucho margen de sorpresa, que la hiciera parecer desde la novia de Iron Man, hasta Wilma Picapiedra. “Y me pone un escenario con la forma del símbolo de infinito en medio de la pista para que pueda deambular y a la vez transmitir una idea de reinado eterno”, se conjetura que pudo decir al dependiente que anotaba las ocurrencias. Y venga, una veintena de canciones con muchos éxitos pretéritos y a lucir simpatía durante dos horas. Si nuestro mundo es imagen y la vista el sentido dominante, Katy trabajó para alimentar la mirada. E hizo bailar. Era lo que se pedía y fue lo que dio.La cantante Katy Perry durante el concierto en el Palau Sant Jordi.GIANLUCA BATTISTAEl espectáculo, dividido en actos para recoger los cachivaches del anterior –una sorda exhibición de eficiencia y rapidez en sí misma- funcionó como un trueno en la primera parte de la actuación. Funk, pop bailable y house a todo trapo, con temas como Artificial, Chained To The Rhythm y Teary Eyes dejaron al público a punto de descabello, ejecutado con un triunfal Dark Horse. Había emergido la estrella de las entrañas del entarimado y ya había cantado desde las alturas que su carrera alcanzó en la pasada década. Unos arneses de los que pendía la sostenían con mayor eficacia que su último disco, un 143 al que no dio mucha bola. La fiesta servida por el pop se coronaba con equilibrios y bailarines que se antojaban trapecistas. El segundo acto, con estructuras metálicas regulares que se parecían cubos para solaz de primates en un zoo, fue igualmente avasallador, enlazando éxitos como California Gurls o Teenage Dream, y largando otros reducidos a eslogan musical corto y veloz antes de embocar I Kissed A Girl como cierre. En lugar de pulseritas de colores, como Coldplay, Estopa o Lady Gaga, Katy Perry debería haber repartido pipas.Un momento de la actuación de la gira ‘The Lifetimes Tour’ en Barcelona.GIANLUCA BATTISTACada capítulo del espectáculo se separaba con los comentarios e instrucciones del hilo conductor de la noche, una trama de ciencia ficción distópica en la que ella lucha contra una IA, planteada en múltiples pantallas separadas que ofrecían una imagen fragmentada. Aquí la tensión bajaba pese al volumen del narrador y las imágenes de desazón futurista que se proyectaban, siempre sin ganas de asustar en demasía con sus monstruitos y animales marinos propios de Aquaman. Pero luego salía Katy, carismática, jovial y dicharachera, emulaba un poco a Kylie Monogue en Crush, coqueteaba con los sonidos actuales, comprados probablemente en el mismo gran almacén donde adquirió el escenario, con I’m His, He’s Mine y tras bailar entre unas flores de exoplaneta volvía a escena con el vestidito que hubiese puesto tontorrón a Pedro Picapiedra. Pero optó por hacerse la graciosa, plantear qué tema cantaba en un monólogo tedioso, que paró en seco el ritmo del concierto y sacó a escena a unos fans que vivieron la noche de su vida. Alguno no le dio juego, y por un instante hasta pareció defraudada, pero Katy, sonrisa siempre a punto, fue a lo suyo, cantó Double Rainbow y con los fans Unconditionaly, cerró el acto con All The Love y dejó en el aire la sensación de que en este show hay un bastante de disparate y ocurrencia más que de extravagancia bien estructurada. De elegancia y sofisticación, ni hablamos.A partir de este punto la cosa volvió a tomar vuelo, en sentido figurado y real. Katy retornó a Ícaro, esta vez sobre un insecto, dejando claro que cualquier día veremos caer paracaidistas en escena, en el Sant Jordi no hay farolas traicioneras, cantantes volar en parapentes o zambullirse en piscinas y coristas atravesando el recinto colgados de lianas. Cualquier cosa cabe en el pop de masas siempre que pasme. Katy, buena cantante que en ocasiones presume de volumen como criatura de juguetes en Reyes, fue capaz de todo menos de bailar, que no es lo mismo que moverse. Su deambular por escena tenía algo de marcial, paso firme y decidido, escasa elasticidad o dinamismo rítmico, a menos que se considere dinámico echarse una carrera como hizo en Part Of Me. Por otra parte las actividades que desarrollaba al margen del canto parecían concentrar buena parte de su atención. No era para menos, si se llega a caer de la columna hidráulica elevada en la que interpretó All The Love, el costalazo hubiese más épico que la propia canción. Pero sí, Katy es una heroína, canta, hace equilibrios, charla con fans, gira sobre sí misma a metros de altura y cabalga sobre criaturas como una protagonista de Avatar.La artista californiana desplegó un espectáculo tan vistoso como errático en un Sant Jordi lleno.GIANLUCA BATTISTAY disparó fuego con Rise y sacó chispas rockeras con el solo de guitarra de su instrumentista, se dejó azotar por el house con la jovial Lifetimes, se vistió de civil –camiseta blanca y tejanos- para estrenar bandaids, paseó por la música disco y todo lo hizo en pos de esa iluminación que le devuelva a la cima del estrellato. El show en sí pareció un enorme reclamo para llamar la atención, pero su vinculación con el repertorio sólo tuvo las pipas como enlace. Por momentos divertido, en especial en sus primeros y fulgurantes actos y al final, por momentos atolondrado, se cerró a máxima velocidad con Firework tras conquistar a sus seguidores tras más de dos horas hiladas por el pop que necesita que pasen muchas cosas a su alrededor.

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