Navegamos durante treinta y dos días hacia Gaza. El objetivo era claro y doble: abrir un corredor humanitario y llevar los ojos del mundo a Gaza, rompiendo el cerco de información que Israel ha impuesto durante años. En el barco HIO viajábamos nueve personas, entre ellas, las dos únicas colombianas que seguían en la misión, Manu y Luna. México y Colombia estaban representados en mi barco.Fuimos parte de la Global Sumud Flotilla, una coalición civil internacional integrada por médicos, artistas, activistas, marineros… Personas comunes. Bajo un liderazgo colectivo con figuras como Greta Thunberg, Thiago Ávila y Mandla Mandela, buscábamos desafiar pacíficamente el bloqueo declarado ilegal por organismos internacionales.A unas 150 millas náuticas de Gaza sabíamos que entrábamos en la zona donde otras flotillas habían sido interceptadas. Dormíamos poco. El ambiente era denso, las guardias nocturnas cada vez más tensas. El primero de octubre, los barcos israelíes aparecieron en el radar. En una hora estábamos rodeados.Los israelíes comenzaron por los barcos más grandes. Primero interceptaron al Alma, donde viajaban Greta y el nieto de Mandela. Éramos 51 embarcaciones y notamos al menos tres equipos de intercepción operando en paralelo. En el HIO, nuestro capitán, un irlandés testarudo, estaba fuera de sí. Creo que no pudo aceptar que no llegaríamos a Gaza; la negación lo consumía y aceleró el barco, desoyendo los protocolos. Desde mi puesto vi los destellos de las ametralladoras y los láseres apuntándonos. Le grité que parara. El abordaje era inminente. Activamos el protocolo como pudimos: esconder documentos, deshacernos de los teléfonos, prepararnos para el secuestro.El traslado hacia el puerto duró quince horas. Nos mantuvieron en la cubierta, en un espacio tan estrecho que era imposible dormir. Con el amanecer, el calor se volvió insoportable. Los rostros de mis compañeros mostraban agotamiento y tristeza. El capitán, con la mirada vacía, parecía un hombre quebrado. Todos compartíamos la misma sensación, la de haber fallado. Por qué, aunque fuera por un momento, pensamos que podíamos lograrlo.La Flotilla Global Sumud rumbo a Gaza.Carlos Pérez OsorioLlegamos al puerto de Ashdod al atardecer. Al poner un pie en tierra la policía israelí se mostró violenta, sometía a la flotilla con llaves y se notaba que su intención era humillarnos. Nos tiraron al suelo, a algunos nos pusieron de rodillas y nos gritaron “terroristas”. Entre cámaras apareció Itamar Ben-Gvir, ministro de Seguridad Nacional, con su equipo de comunicación. Su presencia era un espectáculo político.Ben-Gvir caminó entre nosotros buscando su imagen de victoria. Yo estaba a pocos metros; podía ver cómo sonreía mientras un asistente lo grababa con las manos temblorosas. Nos gritó que éramos “asesinos de bebés israelíes” y que nos llevarían a una cárcel de terroristas. Era un discurso grotesco, hecho para las redes. Pero no encontró miedo. Le gritamos “Free Palestine” en la cara, lo llamamos psicópata, asesino. En el video que publicó después, cortó ese momento.La represión se intensificó. Nos amarraron las manos por la espalda y me obligaron a ponerme de rodillas de nuevo sobre el piso de piedra. El tiempo se volvió una mancha. Calculo que estuve así unas siete horas, retorciéndome, buscando una postura menos dolorosa. A mi alrededor, algunos se desplomaban del cansancio. Querían quebrarnos. Nos procesaron poco a poco y trataron de que firmáramos documentos en hebreo admitiendo un crimen por intentar entrar “ilegalmente” a Israel. Nos negamos. No reconocemos la legalidad del bloqueo ni de la ocupación.Al final nos vendaron los ojos y nos subieron a camiones separados por género. Fue la última vez que vi a Luna, Manuela y a Lorenzo D’Agostino, el periodista italiano con el que compartí la travesía. Pasamos seis horas encerrados, con el aire acondicionado al máximo, temblando de frío. Al amanecer supimos que nos llevaban a Ktzi’ot, una prisión de alta seguridad en el desierto del Negev. Construida durante la primera Intifada, Ktzi’ot es una de las cárceles más grandes de Israel. Por sus celdas han pasado decenas de miles de palestinos, muchos sin cargos ni juicio. Organizaciones de derechos humanos han documentado torturas, golpizas y muertes bajo custodia; en el último año, la ONU ha reportado al menos 75 fallecidos.El grupo pasó cuatro días en la prisión de máxima seguridad de Ketziot.Carlos Pérez OsorioKtzi’ot se levanta en medio del desierto del Néguev, y el calor allí se vuelve insoportable. Es un complejo de una sola planta dividido en varios pabellones; yo conocí el 9 y el 10. Cada celda contiene seis literas metálicas, grises y frías, y un baño sin desagüe. Nos metían a unos 14 por celda. En el pasillo central que separa las 16 celdas del pabellón colocaron dos monitores en los que se repetían, una y otra vez, imágenes del 7 de octubre. Desde las bocinas, a un volumen muy fuerte, se mezclaban los gritos que emanaban de los videos con una música lúgubre, creando un ambiente calculado para quebrar la mente. En cada pared, se veían banderas de Israel. Con pasta de dientes, algunos compañeros escribieron “Free Gaza” en las puertas de las celdas.Nos mantuvieron incomunicados desde el primer momento, moviéndonos de celda en celda. Solo hasta el segundo día pudimos hablar brevemente con el embajador de México en Israel, la primera voz del exterior que escuchamos desde la intercepción. Aun así, sabíamos que no sufriríamos lo que muchos palestinos enfrentan ahí dentro. Estábamos protegidos por la mirada internacional y los guardias lo sabían.Recuerdo a Thiago Ávila gritando desde su celda para que lo escucharan en todo el pabellón: “¡Somos no violentos, pero no nos vamos a someter! ¡No les tenemos miedo!” Ese espíritu se volvió un pulso colectivo. El desafío tuvo su precio: poca comida y sin medicamentos para quienes los necesitaban. Pero nada de eso importó, menos para los compañeros que iniciaron una huelga de hambre desde la intercepción.Mi compañero de celda, Takis Politis, un griego de unos 60 años, también estaba en huelga. Había sido parte de las primeras flotillas que zarparon desde Grecia y en 2008 logró llegar a Gaza con el Free Gaza Movement, en una de las pocas misiones que rompieron el bloqueo. Su serenidad nos daba fuerza. Era la prueba viva de que lo imposible, alguna vez, sí fue posible.El segundo día, Thiago regresó de hablar con su cónsul y gritó: “¡Italia está en fuego!” Afuera había protestas, gobiernos presionando por nuestra liberación. Si no abrimos el corredor humanitario, al menos habíamos hecho que los ojos del mundo regresaran a Gaza.Días después vimos al embajador Mauricio Escanero, quien actuó con enorme dignidad. Tenía instrucciones directas de la presidenta y del canciller para sacarnos lo antes posible. Gracias a la presión internacional, empezó nuestro proceso de deportación a Jordania.Para mí, el propósito de sumarme a esta misión iba más allá del barco o del bloqueo. Era la lucha por devolver la dignidad y la agencia al pueblo palestino. Desde hace años, Israel no solo ha intentado destruirlos con bombas y asedios, sino también a través del control del relato, imponiendo una narrativa que los deshumaniza.Mi trabajo como documentalista y fotógrafo, desde mis años con UNRWA y otras agencias de la ONU en Medio Oriente, siempre ha tenido un mismo eje, que es el de acompañar a las comunidades palestinas, escuchar sus voces y ayudar a que sean ellos quienes cuenten sus historias. Eso es lo que algunos llaman la Intifada Digital, una contranarrativa que busca romper el cerco mediático y mostrar la humanidad que persiste incluso bajo el asedio.Hoy, mientras Gaza resiste bajo las ruinas, el mundo empieza a mirar otra vez. Pero no basta con mirar. Lo urgente ahora es frenar el genocidio, reparar Gaza y devolverle la vida a una tierra devastada. Cada hospital, escuela y casa destruidos deben reconstruirse; cada herida, física o moral, necesita justicia.La activista Greta Thunberg en la Flotilla Global Sumud.Y esa justicia no puede quedar suspendida en el aire. Los arquitectos de esta masacre, Benjamin Netanyahu, Bezalel Smotrich y Itamar Ben Gvir, entre otros, han sido explícitos en sus intenciones de limpiar étnicamente Gaza, borrar a su población palestina y transformar ese territorio devastado en una bonanza inmobiliaria. Quienes han ordenado, financiado y justificado este exterminio deben ser llevados ante los tribunales internacionales.Cuando nos sacaron para deportarnos hacia Jordania, me metieron en un camión con celdas metálicas. Éramos cuatro personas en un espacio diminuto. A mi lado estaba Mandla Mandela, el nieto de Nelson Mandela. Detrás de las rejas, los guardias nos observaban en silencio. Él los miró de frente y dijo: “Recuerden mi cara, porque voy a regresar.” Uno se burló: “Estás perdiendo el tiempo.” Mandela respondió sin dudar: “Para esto yo tengo todo el tiempo del mundo.”Sus palabras quedaron suspendidas en el aire. Pensé en quienes han resistido desde la Nakba, en generaciones que han vivido bajo el asedio y aun así no han dejado de levantarse. Entendí que esa frase no hablaba solo de él, sino de los palestinos, que han sostenido esta lucha mucho antes de que nosotros naciéramos.Porque Palestina nunca ha dejado de regresar: en la memoria, en las calles, en cada intento de reconstruir lo que otros destruyen.El tiempo, aunque los poderosos crean que les pertenece, sigue del lado de quienes resisten. Yo volvería a zarpar en la flotilla todas las veces que fuera necesario. No hay mayor honor que haber formado parte de esta lucha.Llegada de integrantes mexicanos de la Global Summud Flotilla a Ciudad de México.Nayeli Cruz

A 80 millas de Gaza: crónica de un secuestro en el mar
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